Me considero una alumna atípica, somos pocos quienes transitamos (o he de decir: transmutamos…) desde la filosofía, Hegel y un viaje a través de la Fenomenología del Espíritu, hacia las luminosas aulas de la bella Santa Teresa para sumergirnos en el mundo matemático del ITAM, raptados místicamente bajo los efectos del insomnio de las curvas de indiferencia, la oferta, la demanda, la derivada de X, el precio óptimo, las externalidades, los rendimientos marginales decrecientes y mi favorito: el costo de oportunidad.

Debo confesar, aun en el margen, que el resultado de mi experiencia fue estadísticamente significativo. Precisamente porque, como ya nos anticipa la teoría marginal, es en el límite de su posibilidad que la racionalidad logra apreciar el valor intrínseco del presente junto con la certeza de la finitud. Del mismo modo que apreciamos nuestras decisiones con base en aquello a lo que somos capaces de renunciar.

No todo fue miel sobre hojuelas en esta exploración filosófica por adquirir el dominio de las políticas públicas en aras de construir un mundo mejor, más filosófico, más humano y más justo, de una manera eficaz, eficiente y rentable. Difícil tarea ésta de conciliar lo correcto con lo adecuado.

Mi interés era meramente exploratorio (y práctico), quería comprender el modelo económico vigente, quería una herramienta laboral. Fue como llegar a un universo paralelo y la más valiosa conclusión de esta travesía fue descubrir que, a pesar de las aspiraciones por comprender y modelar la realidad con base en hechos ciertos avalados por la exactitud matemática, la economía deviene sumamente afín a la filosofía, me atrevería a llamarla: metafísica pura. Sin ningún detrimento. Recuerden: yo soy filósofa.

Esta aventura superó exponencialmente mis expectativas y no encuentro la medida de valor para ponderar el superávit de los beneficios de estas enseñanzas.